Ciencia Sagrada

domingo, 21 de octubre de 2007

Doctrina de los Ciclos

La profecía como ciencia sagrada y los signos del fin de los tiempos




J. Hermes Druso



“(…) pero, en el mundo moderno, ¿dónde se puede encontrar todavía la noción de una verdadera jerarquía? Nada ni nadie está ya en el lugar donde debería estar normalmente; los hombres no reconocen ya ninguna autoridad efectiva en el orden espiritual, ni ningún poder legítimo en el orden temporal; los ‘profanos’ se permiten discutir sobre cosas sagradas, contestar su carácter y hasta su existencia misma; es lo inferior lo que juzga a lo superior, la ignorancia la que impone límites a la sabiduría, el error el que toma la delantera a la verdad, lo humano lo que substituye a lo divino, la tierra la que prevalece sobre el cielo, el individuo el que se hace la medida de todas las cosas y pretende dictar al universo leyes sacadas íntegramente de su propia razón relativa y falible. ‘Ay de vosotros, guías ciegos’, se dice en el Evangelio; hoy día, no se ve en efecto por todas partes más que ciegos que conducen a otros ciegos, y que, si no son detenidos a tiempo, les llevarán fatalmente al abismo donde perecerán con ellos.”

René Guénon: La crisis del mundo moderno (1927), Capítulo V, in fine.



Advertencia

Como forzosamente debe ocurrir cuando se trata de materias como la que a continuación hemos de encarar, este trabajo, ciertamente, no reivindica para sí pretensión alguna de invención, novedad u originalidad, en el sentido que tales vocablos han venido a adquirir en la época moderna y por el que, de manera tan directa, se asocian a ella. Muy al contrario, los fundamentos de los desarrollos aquí efectuados podrán hallarse formulados de manera mucho más rigurosa y calificada en diversas páginas de René Guénon, las cuales no representan otra cosa que la última y más orgánica manifestación de la Sophia Perennis et Unica en estos días de oscuridad e ignorancia. Nos referimos, básicamente, a ciertos capítulos de La crisis del mundo moderno, Autoridad espiritual y poder temporal y, sobre todo, de El reino de la cantidad y los signos de los tiempos. A estas valiosas obras remitimos, pues, a aquellos lectores interesados en profundizar estas cuestiones.



Consideraciones generales

La subsiguiente exposición persigue articular aceptablemente un conjunto de datos tradicionales que, desde diferentes épocas y perspectivas culturales, han dado cuenta certera de uno y el mismo evento: el fin del tiempo considerado en tanto período más o menos extenso durante el cual una humanidad, una vez agotado el conjunto de sus posibilidades, se da por concluida. Nótese, además, que hemos expresado ‘una’ humanidad y no ‘la’ humanidad, con lo que apuntamos de entrada el carácter eminentemente cíclico de la materia a la cual hemos de referirnos a continuación.

En lo que a nosotros respecta, consideramos oportuno dar a luz este trabajo justamente ahora, cuando las señales de un colapso inminente se perfilan, día a día, con una evidencia tan sólo extraña para aquellos que, sumidos como están en la agitación sin pausa propia de la vida moderna y como efectivamente siendo piezas inherentes a ella, se hallan totalmente imposibilitados para percibirlos y, mucho menos, interpretarlos en lo que tienen de inevitable y fatídico.

Lo cierto es que en numerosos textos tradicionales de carácter doctrinal, como así también en otros que la miope mirada de los estudiosos modernos no ha hesitado en tildar de simple ‘literatura’, se pueden encontrar desperdigadas, aquí y allá, no pocas referencias a un conjunto de hechos que sobrevendrán en el período previo a la finalización -en lo que a nosotros toca- del presente Manvantara, o desarrollo completo de una humanidad según la terminología hindú. Es cierto que las representaciones que en esos textos se hacen de tales sucesos pueden parecer, a primera vista, divergentes. No obstante, bastará abstraerlas de las ‘formas’ con la que sus respectivas culturas de procedencia las hayan revestido y conferirles un mínimo de atención para comprobar, al punto, su perfecta correspondencia 'de fondo'.

Así las cosas, las modalidades en menor o mayor medida diferentes que un conjunto de textos pueda adoptar para simbolizar los momentos finales de un ciclo de humanidad, poseen un común denominador, una suerte de sustrato significativo manifestado, de la manera que sea, en torno a una idea invariable de ‘desorden’ o, mejor aún, de ‘desequilibrio’. Y ello no debe extrañarnos en modo alguno, ya que por fuerza ha de ser el equilibrio la cualidad predominante al inicio de cualquier ciclo, siendo como es que toda iniciación ha de estar regida por la Unidad inherente al Principio. La doble valencia de esta última palabra, pues, dará una idea lo suficientemente aproximada de lo que queremos transmitir. De ser así, el desarrollo posterior de dicho ciclo bien pudiera concebirse a la manera de un progresivo pasaje a través del tiempo desde el equilibrio de la unidad principial hasta el desequilibrio, característico de la diversidad, reinante en las postrimerías.

Efectivamente, no es ello sino otra forma de encarar el devenir que media entre el predominio del polo esencial, al comienzo de un ciclo, y el del sustancial, en sus etapas últimas. El lapso que separa ambos predominios constituirá, entonces, una verdadera caída en el orden de la separatividad, que no es otro que el del número y al que el hermetismo occidental figuró por medio del misterio de la cuadratura del círculo. Acaso la mudanza de sentido operada entre las expresiones griegas ‘Sumbolé’ y ‘Diabolé’ dé asimismo una idea aproximada del carácter de ese acaecer.

Equilibrio y unidad esencial vienen de este modo a identificarse, mientras que otro tanto ha de ocurrir con las nociones de diversidad sustancial, número y separatividad. De este modo, por ejemplo, se comprende con claridad que en las maneras de pensamiento propias de las civilizaciones tradicionales fueran prioritarias las ideas de origen y centro; en ellas se aúnan, así, los aspectos temporal y espacial de la manifestación en el seno del equilibrio ingénito al Principio. Ello, sin duda, describe a la perfección la situación de un mundo en sus tramos preliminares. Por oposición, bien distintas habrán necesariamente de ser las condiciones de existencia imperantes en su estadio final.

Dichas condiciones, en consecuencia, podrán ser inferidas con bastante exactitud a partir del conocimiento de las características propias del estado de un mundo al momento de su génesis. Ello ya nos da una noción lo bastante aproximada de lo que se debe entender por ‘don profético’, desde este punto de vista, por lo demás, no demasiado disímil de lo que en simbolismo se llama ‘don de lenguas’. En todo ello, quizá, no debiéramos imaginar una suma de ‘habilidades’ de sesgo más o menos ‘sobrenatural’ (o, según la dudosa terminología actualmente al uso, ‘paranormal’), algo que, por lo demás, no debiera ser descartable en modo alguno, sino, en primera instancia, un dominio más de todos los que conforman el ‘arte sacerdotal’, referido específicamente a las condiciones diversas de un ciclo determinado en tal o cual punto de su desarrollo. De esta forma, el devenir del Manvantara en su conjunto e, incluso, los signos puntuales de los estadios finales de un ciclo de humanidad tales como aquellos que, indudablemente, nos encontramos transitando al presente, pueden ser minuciosamente deducidos toda vez que se tome como base y se proyecten, primero, los efectos de una incipiente desviación, después los de una alteración progresiva y, a lo último, los de una franca inversión en cuanto al estado de cosas imperante en los orígenes.

Entonces, si se juzga a la noción de ‘equilibrio principial’ como rectora de las consideraciones a derivar, constituirá forzosamente el ‘desequilibrio’, nacido sobre todo de la ausencia de algún tipo de fundamento estable, la dominante en el tramo final del ciclo de que se trate. Y, bien pensado, las diversas e incontables anomalías que día a día se evidencian en el mundo actual no pueden tener otra fuente que la nacida de la acción de una inestabilidad paulatina que todo lo penetra de manera omnipresente y funesta.

Dicho desequilibrio afecta por igual a los distintos dominios de nuestro presente estado de existencia y la ciencia sacerdotal profética, por ende, no hace, en primera instancia, otra cosa que conjeturar y ‘anticipar’, a la luz de la inseguridad y el desorden que por fuerza deben reinar en el punto más bajo de toda caída cíclica, sus efectos disolventes sobre los diferentes aspectos del mundo sometido a la misma.

En lo que sigue repasaremos cómo distintas profecías, cuyas respectivas revelaciones se hallan alejadas entre sí en el tiempo y en el espacio, convergen puntualmente en lo que toca a caracterizar el estado final del mundo en el que se encuentran insertas a la luz del parámetro de la perturbación progresiva arriba mencionado. Para hacer más ordenada nuestra exposición, dividiremos al dominio de la manifestación al que pertenecemos al momento presente y el cual es objeto de las profecías a tratar, ello es, la modalidad material y grosera, en cinco apartados que vienen a ser otros tantos aspectos sobresalientes de la misma. Así, contamos que en la generalidad de los casos los mensajes proféticos se refieren a: 1) alteraciones operadas sobre la verdadera y única doctrina, vale decir, aquellos trastornos que atañen particularmente a las funciones de la casta sacerdotal; 2) perturbaciones relativas al gobierno o referidas, también en términos de casta, al poder real; los anteriores trastrocamientos del orden habrán de influir, obviamente, en 3) la sociedad en su conjunto, dependiente de las dos funciones anteriores, como así también en 4) la familia, su componente básico; finalmente, 5) el medio natural, en tanto escenario de los anteriores procesos, tampoco podrá permanecer en modo alguno ajeno a ellos.


1. Crisis de la autoridad espiritual

Resulta por demás comprensible -y hasta necesario- que, si el desequilibrio reinante nace de un alejamiento inicial, seguido de la consecuente ausencia, de un fundamento metafísico obligatorio sobre el cual se erija y asiente para el hombre el sentido de la totalidad de su mundo, sean los aspectos concernientes a la ortodoxia tradicional los primeros en ser sometidos a descrédito para ser presa, luego, de la total ignorancia, la incomprensión y el olvido. Así fue como en el Occidente moderno la idea misma de Dios, concebido aquí en su aspecto primordial de principio ontológico cimentador de todas las cosas, sufrió un progresivo destierro del horizonte intelectual del hombre contemporáneo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII; desarraigo y verdadera ‘muerte’ que con claridad contundente -aunque tal vez sin percibir del todo su verdadera significación- habría de rubricar un siglo después el nihilismo de Friedrich Nietzsche.

Lo cierto es que el vacío resultante del desplazamiento del Principio fundamentador no puede durar y, necesariamente, algo deberá ocupar su lugar. La ciencia y los productos de la técnica -sus manifestaciones concretas-, pudieron obrar en un primer momento y hasta cierto punto de sustitutos, sobre todo a causa de su disposición para operar de manera directa y efectiva en el plano puramente fenoménico y experimental, ámbito que es el de la pura ilusión y hacia el cual el hombre moderno no disimula una marcada inclinación. Pese a todo, dichos sucedáneos no logran a la postre encubrir su insuficiencia y futilidad, hecho que, por lo demás, determina su necesidad de renovación permanente.

De persistir este estado de cosas, nos hallaríamos ante una situación de incerteza sometida al cambio constante y sin ninguna dirección definida (por lo demás propia de la moda y de todas esas actitudes autoproclamadas ‘revolucionarias’ tan propias de nuestro tiempo), que, con ser nociva, no sobrepasaría el estadio de la insensatez lisa y llana. Pero lamentablemente el mal no acaba ahí. En efecto, la negación y el relativismo deben ser las fases ineludibles para arribar a la tergiversación postrera. O en otros términos: es un estadio previo de incertidumbre y desorientación el que preanuncia la disolución final. De ahí que se presenten como mucho más temibles, en cambio, aquellos sustitutos del fundamento metafísico perdido que, orientados a falsear sus aspectos, lo perviertan. Es en este terreno donde se percibe con meridiana claridad la marca de la contrainiciación, cuya acción se define por manipular el sentido ortodoxo de los símbolos a fin de desvirtuarlo o, directamente, subvertirlo. Siendo como son la subversión y la parodia los procedimientos más caros a toda clase de impostura, entendemos que cualquier falsificación operada sobre aquello que más hondamente corresponde a lo sagrado debe ser tildada -sin exageración ni miedo a la carga semántica con que carga el vocablo- de satánica.

No son escasos en la tradición hindú los testimonios acerca de la acción subversiva propia de la contrainiciación en la etapa final del Kali Yuga. Así, en el Linga Purana se prevé un triunfo casi total de las falsas doctrinas:


“Los libros sagrados ya no se respetarán.
Los hombres no tendrán moral, y serán irritables y sectarios.
En la edad de Kali se extienden las falsas doctrinas y los escritos engañosos.
Hombres viles que habrán adquirido un cierto saber (sin tener las virtudes necesarias para su uso) serán honrados como sabios.
Habrá sabios que estarán al servicio de hombres mediocres, vanidosos y rencorosos.”



Dicho triunfo, evidentemente, deberá ser acompañado por un eclipse absoluto de la verdadera sabiduría:


“Las personas tienen miedo ya que descuidan las reglas enseñadas por los sabios y no efectúan ya más los ritos correctamente.
Los sacerdotes se envilecerán al vender los sacramentos.
Los textos sagrados serán adulterados. Los ritos serán descuidados.
Los heréticos se opondrán al principio de las cuatro castas y de las cuatro épocas de la vida.
Personas no cualificadas pasarán por expertos en materia de moral y de religión.”
(Id.).


De manera notablemente semejante, en una carta de cuya autenticidad nos reservamos, aunque los términos que la conforman sean perfectamente aceptables en cuanto a los modos propios de la ciencia profética, San Nilo, Padre de la Iglesia que vivió en el siglo V, expresa que:


“Las Iglesias de Dios serán privadas del temor de Dios y de pastores piadosos, y desgracia vendrá a los cristianos que permanezcan en el mundo en ese momento; ellos perderán su fe completamente porque les faltará la oportunidad de ver la luz del conocimiento en ninguna persona. Entonces se separarán del mundo e irán a santos refugios buscando aliviar sus sufrimientos espirituales, pero por todas partes encontrarán obstáculos y constreñimiento.”


Y antes, incluso, San Pablo ya había escrito:


“Yo sé que después de mi partida, se meterán entre ustedes lobos voraces que no perdonarán al rebaño; y de entre ustedes mismos surgirán hombres que enseñarán doctrinas perversas y arrastrarán a los discípulos tras sí.” (Hechos, 20, 29-30).


Advertencias que no hacen más que revalidar otras vertidas en la Segunda Epístola a Timoteo (4, 3):


“Pues vendrá un tiempo en que los hombres ya no soportarán la sana doctrina, sino que buscarán un montón de maestros según sus deseos. Estarán ávidos de novedades y se apartarán de la verdad para volverse hacia puros cuentos.”


O, de modo semejante, en la Primera Epístola a Timoteo (4,1):


“El Espíritu nos dice claramente que, en los últimos tiempos, algunos renegarán de la fe para seguir enseñanzas engañosas y doctrinas diabólicas. Los seducirán hombres mentirosos que tienen su conciencia marcada con la señal de los infames.”


Esos ‘lobos bajo la piel de ovejas’ a los que ya se había referido San Mateo (7, 15 y 24, 23) y que tanto preocupan a San Pablo, figurarían los agentes de la contrainiciación, tan numerosos y activos en los ‘Últimos Tiempos’ como nunca antes lo hubieron estado. El simbolismo apocalíptico liga ostensiblemente la figura del Falso Profeta, una suerte de síntesis de todos ellos, a la acción del Anticristo, a la cual, de alguna manera, fundamenta ‘contra-doctrinalmente’:


“Después vi surgir del continente otra bestia que llevaba dos cuernos como los del Cordero, pero hablaba como el Monstruo [Satán]. Ésta aprovecha el poder de la primera Bestia [El Anticristo] y está totalmente a su servicio. Ella ha logrado que la tierra y sus habitantes adoren a la primera Bestia, cuya herida mortal fue sanada. Ella hace prodigios maravillosos, hasta mandar que baje el fuego del cielo en presencia de todos.” (Apocalipsis, 13, 11-13).


En efecto, un indicio inefable del final de todo ciclo radica en el deterioro de la auténtica intelectualidad, deterioro del cual ese ‘relativismo’ que en el presente se propaga sin coto en todas direcciones, contaminando cualquier clase de juicio y del cual, además, pareciera correcto y hasta de buen tono hacer profesión de fe en todo momento, constituye la manifestación más contundente. A tales extremos ello es así, que hoy en día resulta común escuchar a personas exclamar que tal ‘verdad’ es ‘su’ verdad, como si ella fuera a la medida de cada hombre y cada situación en particular.

Claramente, no son ajenos en la conformación de tales maneras de pensar los prejuicios democráticos para los cuales cualquier clase de dogma, esto es, cualquier cuestión que no amerite discusión ni se preste a ser sometida a los vaivenes de la opinión pública, debe ser desechada al punto por ‘autoritaria’. Desconocen los que así piensan el verdadero sentido de la palabra ‘autoridad’. No imaginan, tampoco, que la metafísica y el simbolismo sean cuestiones sobre las cuales nadie puede lanzarse a opinar e interpretar antojadizamente. Destacamos aquí, de pasada, el verdadero alcance y significado ‘histórico’ que debiera atribuírsele al denominado ‘libre examen’ de la Biblia, uno de los puntos centrales de la reforma luterana, que, no casual sino necesariamente, tuvo lugar a inicios de la modernidad.

Como sea, también en el Vishnu Purana se hace referencia a diversas desvirtuaciones efectuadas sobre del sentido recto de la verdadera doctrina por obra de mixtificadores, quienes propagan todo tipo de ‘ilusiones’ y falsas disquisiciones. Nótese que tales alteraciones, siempre, tienden a un mismo objetivo: efectivizar la dispersión, esto es, promover de todas las formas posibles la disgregación de la unidad contenida por fuerza en el fondo de toda ortodoxia:


“En estos tiempos la vía trazada por los textos sagrados desaparecerá. Las personas creerán en teorías ilusorias. No habrá ya más moral y la duración de la vida se reducirá.”

“Las personas aceptarán como artículos de fe las teorías promulgadas por cualquiera. Se venerarán los falsos dioses en los falsos ashrams en los cuales se decretarán arbitrariamente ayunos, peregrinajes, penitencias, donación de bienes, austeridades en el nombre de pretendidas religiones. Personas de baja casta llevarán un hábito religioso y, por su comportamiento mentiroso, se harán respetar.”

“Los ermitaños comerán comida de burgueses y los monjes tendrán lazos amorosos con sus amigos.”



Los tramos finales de un ciclo, cualquiera que este sea, se hallan, pues, dominados por un incremento colectivo de la ilusión; ilusión que no puede ser más que el producto de una acción sugestiva cuidadosamente planificada y llevada a cabo desde las sombras, al menos en primera instancia, por potencias de las cuales resultaría sumamente difícil para nosotros ahora dar mayores especificaciones, salvo el hecho de encuadrarlas bajo el rótulo genérico de ‘contrainiciación’ y agregar que su origen se explicaría a partir de una ‘desviación’ de la verdadera tradición. El aspecto atinente a la acción de la containiciación, al que hemos conferido un lugar primario y preferencial, se muestra así esencial al momento de reconocer los signos de un final inminente, ya que ellos se relacionan, primero, con la acción de los ‘falsos profetas’ y, luego, directamente con la instauración de los que la tradiciones cristiana e islámica han denominado ‘Reino del Anticristo’, un lapso de superlativa mentira y tergiversación doctrinal, erigido sobre una ‘espantosa apostasía’ y como antesala de la consumación efectiva de la presente humanidad.

En fin: “Los hombres con poca inteligencia, influenciados por teorías aberrantes, vivirán en el error. Ellos dirán: ¿para qué los dioses, los sacerdotes, los libros santos, las abluciones?” (Vishnu Purana) y


“En esos días, la tierra ya no tendrá sus cimientos, y no se navegará más por el mar, ni se conocerán las estrellas que (están) en el cielo. Toda voz santa (que exprese) la palabra de Dios deberá callar, y el aire enfermará. Es ésa la vejez del mundo: la impiedad y la deshonra, y el caso omiso a (toda) palabra de bien.” (Apocalipsis de Asclepio, Códices de Nag Hammadi VI [72.8 - 74.17]).


2. Oscilaciones del poder temporal

Si el desequilibrio reinante en las postrimerías afecta, en primer término y profundamente, al ámbito de la ortodoxia doctrinal propio de la casta sacerdotal, mucho más hondo habrá de calar en los dominios del poder temporal. Las alteraciones a las que éste se ha visto sometido desde los albores de la modernidad tienen que ver, básicamente, con su progresivo alejamiento del señorío de los kshatriyas, esto es, la segunda casta, la de los caballeros, que por regla es aquella a la que en toda sociedad tradicional se le asigna el desempeño de las funciones guerrera y administrativa.

En Occidente, decíamos, el alejamiento de los kshatriyas del poder comienza a producirse durante el siglo XIV, pero no es sino hasta el XVII en que la decadencia de dicha casta reacelera hasta su aniquilación de facto a finales del XVIII, con la Revolución Francesa. La casta que suplanta a los caballeros en el ejercicio del poder temporal es la de los vaishyas, es decir, la integrada por aquellos que el programa social moderno denomina burgueses, básicamente comerciantes y de mentalidad laica, materialista y pragmática. Su predominio coincide en el plano de las ideas con el del positivismo, el evolucionismo y el igualitarismo necesarios, por lo demás, para que el ‘prejuicio democrático’ pueda llegar a modelarse. Bien puede sostenerse, conjuntamente, que las concepciones predominantes en la actual sociedad industrial basadas en un necio culto a la producción y el consumo indiscriminados, encuentran su verdadero origen en las maneras de pensar y obrar propias de los miembros del ‘tercer estado’.

Como sea, si el poder en manos de la casta burguesa es algo ya de por sí lo suficientemente ominoso, el deterioro no termina acá. Las ideas democratizadoras, que tienden a la ciega igualación cuantitativa de los individuos entre sí, con el transcurso de unos pocos años se habrían de tornar un arma en contra de aquellos que en un primer momento las propugnaban. En efecto, no pasaría mucho tiempo para que los miembros de la casta inferior reclamaran -con razón o sin ella, esto es algo que escapa a nuestras consideraciones- una participación en los beneficios el poder, amparados a su vez en aquellas ideas de igualdad tan declamadas. A estas alturas, el orden de las castas, inseparable de toda sociedad tradicional, ya había sido definitivamente roto en Occidente.

A partir de este punto, puede aseverarse que la puerta a todos los males se encuentra definitivamente abierta. Así, cuando el gobierno cae en manos de los shudras, es decir, de elementos que por su origen pertenecen a la casta inferior, la democracia no tarda en devenir dictadura totalitaria. El mal en estos casos no radica, como de común se pretende, en la pérdida de unas supuestas ‘libertades individuales’ (invención que, como se vio, correspondía exclusivamente a la mentalidad de los vaishyas y que en una sociedad tradicional ni siquiera se plantea), sino en una concepción del hombre que extrema la ya de por sí estrecha visión mercantil de los burgueses. La persona deviene en estos casos un mero número carente de cualidades y la sociedad toda, una masa amorfa e incierta de no-sujetos que, de diferenciarse, a lo sumo lo harían de la misma manera que se distinguen cada una de las partes integrantes de una maquinaria, lo que no es más que una burda caricatura de las más groseras concepciones mecanicistas y materialistas.

El siglo XX ha sido prolífico en modelos de estado de neta extracción shudra. En estos casos siempre se percibe una fascinación por los movimientos de grandes masas, donde toda identidad se disuelve; un gusto, también, por el culto ciego y acrítico a ‘personalidades’ que ‘conducen’ de manera ostentosa y visible a esos rebaños despojados de cualquier tipo de conciencia y, en fin, por la ejecución periódica de unas suertes de parodias del verdadero acontecimiento religioso, o bien, de una falsa acción ritual carente de todo atisbo genuinamente sagrado, un ritualismo del estado, puramente laico y ‘materializado’.

Consideramos, para quien desee profundizar en las implicancias de lo arriba expuesto, que los casos del comunismo soviético (no por nada ‘filosóficamente’ autodenominado ‘materialismo histórico’) y el nacionalsocialismo alemán -ambos teniendo en común, por lo menos, el haber surgido de los bajos fondos de la sociedad-, representan muestras por demás elocuentes.

Los anuncios proféticos inclinados a dar cuenta de estas aberraciones propias del aspecto social no son escasos. La tradición islámica, por ejemplo, habla de que en el tiempo del fin la comprensión doctrinal disminuirá parejamente a un acrecentamiento de la ignorancia, y de que esta marginación del conocimiento será debida a una muerte progresiva de los sabios unida a la ausencia de otros sabios que los reemplacen. Y, además, liga ostensiblemente el colapso de la casta sacerdotal con el de la clase gobernante al anunciar que “los líderes de los musulmanes serán escogidos de entre la gente ignorante, y gobernarán de acuerdo a sus deseos”. Este último dato, incluso, resulta valioso en cuanto a que el proceso de decadencia no ha de ser privativo de una cultura de suyo antitradicional, como es el caso del Occidente moderno.

Asimismo:


"Se preferirán las tinieblas a la luz, y se preferirá la muerte a la vida; nadie levantará al cielo su mirada; sino que el hombre piadoso será tenido por loco, el impío honrado como sabio, el cobarde tomado por valiente y al hombre de bien se le castigará como a un malhechor.” (Apocalipsis de Asclepio, Códices de Nag Hammadi VI [72.8 - 74.17]).


Pero volviendo a las previsiones contenidas en los textos hindúes, comprobamos a ese respecto una concordancia abrumadora también en lo referido a la subversión de las castas y sus funciones. El Linga Purana, por ejemplo, alude a una igualación ‘por debajo’ de los diferentes componentes de la sociedad tal como aquella a la que conduce el prejuicio ‘democratizador’ en última instancia:


“Ya no habrá más reyes [kshatriyas].
Los ladrones llegarán a reyes, los reyes serán ladrones.
Los dirigentes confiscarán la propiedad y harán de ella un mal uso. Ellos dejarán de proteger al pueblo.
Hombres que no poseen las virtudes de los guerreros llegarán a ser reyes.
Las clases obreras quieren atribuirse el poder real y compartir el saber, la comida y los lechos de los antiguos príncipes. La mayor parte de los nuevos jefes es de origen obrero
[shudra]. Ellos perseguirán a los sacerdotes [brahmanes]
y a los que tengan sabiduría.”


Y en el Tao te King, también, se alude a cuatro ciclos de la humanidad en relación a cuatro formas de relación operadas entre los gobernados y el gobierno:


“El mejor gobernante es aquel de cuya existencia la gente apenas se entera” [esto es, el hombre sabio encarnación de la casta sacerdotal, aquí una figuración claramente correspondiente a los primeros tramos de un ciclo cualquiera de desarrollo].
“Después viene aquel al que se le ama y alaba” [vale decir, el noble guerrero, cuyo poder temporal descansa en la autoridad espiritual emanada del anterior].
“A continuación, aquel al que se teme” [perfil de gobernante adecuado al predominio de la casta burguesa, la cual debe legitimarse por medio de un complejo -y arbitrario- aparato legislativo y represivo].
“Por último, aquel al que se desprecia y desafía” [aquí nos encontramos en los tramos finales del ciclo: el gobernante, de origen social oscuro, se apoya puramente en el favor del número, hecho que lo termina convirtiendo en un verdadero ‘rehén de las masas’. (Tao te King, Cap. XVII).

El poder en manos de personas no cualificadas para gobernar conduce, en suma, a todo tipo de conflictos y divisiones, tanto internas como externas. Al ser la casta inferior la mayormente identificada dentro del dominio social con la materia pura, el número y, por extensión, el polo sustancial, resulta claro que su acción tienda a la división. He aquí el aspecto maléfico de la cuarta casta una vez divorciada de la acción reguladora de la primera y librada a su propia suerte; aspecto aquél, además, íntimamente ligado a su tendencia ‘tamásica’, vale decir, descendente, según la terminología hindú. He aquí, también, el sentido maléfico e inferior de la guerra. He aquí, por último, la explicación de por qué la tradición judeocristiana remarca sostenidamente la impostura en el plano doctrinal unida al carácter guerrero y ‘bastardo’ del Anticristo.

Compárese a estos respectos una aserción puránica como esta: “Las diferentes regiones de los países se opondrán unas a las otras”, con “unos saquearán las ciudades de los otros”, pues “la justicia estará en la fuerza de las manos” (Trabajos y días, 185 y 190). También con: “Se hablará de guerras y de rumores de guerra” (Mateo 24, 6); y “Se levantará una nación contra otra, y una raza contra otra” (Lucas, 21, 10). Incluso: “en toda la tierra habrá grandes batallas” y “tiempo de hachas, tiempo de espadas” (Völuspá). Por último:


“Cada día más se olvidarán los hombres de sus almas y se ocuparán de sus cuerpos. La corrupción más grande reinará en la tierra. Los hombres se asemejarán a animales feroces, sedientos de la sangre de sus hermanos. (…) Las coronas de los reyes, grandes y pequeños, caerán. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... Habrá una guerra terrible entre todos los pueblos. Los océanos enrojecerán... La tierra y el fondo de los mares se cubrirán de esqueletos, se fraccionarán los reinos, morirán naciones enteras... el hambre, la enfermedad, los crímenes desconocidos de las leyes... cuanto el mundo no habrá contemplado aún.” (“Profecía del Rey del Mundo”, 1890, reproducida por Ferdinand Ossendowski en su libro Bestias, hombres y dioses, Cap. XLI).


3. Alteraciones sociales

Una vez que se ha perdido todo fundamento trascendente, que toda intelectualidad ha sido inficionada por el relativismo más grosero, que el orden de las castas ha sido herido de muerte y el poder temporal ha caído en manos que naturalmente no se encuentran calificadas para detentarlo, los arrebatos más nefastos no pueden tardar en repercutir en la sociedad en su conjunto.

Siendo como son los vaishyas básicamente dados al comercio, no es de extrañar que desde el poder hayan luchado por imponer una cosmovisión que asemeje la sociedad a una maquinaria productiva. Lo menos que se puede decir de las consecuencias de esa ideología, que la alfabetización obligatoria -otra de las obsesiones propias de la casta- contribuyó a difundir y consolidar, es que fueron aciagas: extender a la totalidad de la existencia, esto es, al cúmulo de las actividades humanas y las relaciones entre las personas, los criterios propios de la planificación empresarial y, sobre todo y en última instancia, medir el valor de los sujetos y de la totalidad de los objetos según las pautas del intercambio, ha determinado que el mundo haya llegado a convertirse en una gigantesca fábrica y la acumulación de horas de trabajo a fin de adquirir bienes de utilidad nula, la finalidad ideal de la vida.

Dentro de este orden de cosas, la moneda, que desde hace siglos había perdido su función sagrada, se transforma en el elemento central de la existencia humana y en el signo más palpable de un intercambio indiscriminado, acelerado y vacío de sentido. En el final del ciclo, pues, predominaría, también dentro de los límites de este dominio, el costado estrictamente maléfico del dinero y el intercambio en él fundado, en tanto ‘soportes’ de influencias disolventes. A estas alturas puede vislumbrarse por qué el capitalismo ha llegado a ser el ‘sistema’ dominante a nivel global y, en cuanto a ello, bien valdría meditar sobre el sentido de aquella sentencia medieval que equiparaba el dinero con ‘el excremento del diablo’. O sobre el de aquella otra de San Pablo que situaba en el amor al dinero el origen de todo mal.
Es a este respecto que debemos restituirle toda su hondura significativa al simbolismo apocalíptico cuando expresa que en los días de la Bestia “ya nadie podrá comprar ni vender si no está marcado con el nombre de la Bestia o con la cifra de su nombre.” (Apocalipsis, 13, 17). Y esa marca, evidentemente ligada a alguna forma de moneda, ya que será ella la que permitirá el trueque a un nivel presuntamente mundial, la habrán de portar, además, absolutamente todos: “grandes y pequeños, ricos y pobres, libres y esclavos” (Id., 13, 16).

Por otro lado, cualquier realidad que escape al juego de la compraventa y el utilitarismo más burdo será tenida en el lapso final del ciclo por peligrosa o, al menos, incomprensible. Es así como en este contexto la religión se transforma en una práctica también automatizada, vacía de sentido, a lo más, un diluido moralismo, una nebulosa religiosidad que ya no ‘religa’ a nada ni a nadie sino que ha venido a ser un hecho puramente dirigido a la conciencia individual de cada uno de los ‘fieles’. A propósito de esto, cualquiera de las múltiples tendencias protestantes pueden darnos una idea de lo que ha llegado a ser esa religiosidad sin religión, esa ética sin doctrina, esa alegoría sin símbolo, esa, en fin, profanidad desamparada de cualquier vislumbre de metafísica.

Es así, también, como el culto del dinero y del trabajo ha devenido la verdadera ‘medida de todas las cosas’. ¿Se olvida acaso que el trabajo le fue impuesto al hombre como castigo al momento de la caída? Y es que el ‘valor del trabajo’ asociado a la producción mecanizada y al dinero en tanto ‘fundamentos’ de un supuesto bienestar ‘material’, constituyen las marcas más acabadas de la caída en el orden del número y de lo puramente cuantitativo. Es por este lado que podemos afirmar que en los tramos finales del Manvantara es la raza de Caín la que ha triunfado: ciudades monumentales, omnipresencia de los pesos y medidas, odio al misterio y anonimato de las multitudes convertidas en cifras sin nombre, representan signos suficientemente ominosos para que nos explayemos demasiado en ellos, y que solamente la ceguera de la mayoría de nuestros contemporáneos pareciera no querer ver. Qué lúcidas resultan, a estos propósitos, las siguientes reflexiones taoístas:


“El invento de los pesos y medidas hace más fácil el robo.
La firma de contratos, la implantación de sellos, hacen más seguro el robo.
Enseñar amor y obligaciones suministra un lenguaje adecuado con el cual demostrar que el robo es en realidad para el bien de todos.
Un hombre pobre ha de ser ahorcado, por robar una hebilla de cinturón, pero si un hombre rico roba todo un Estado es aclamado como el estadista del año”.
(Chuang Tzú).


El imperio de la ciencia-técnica equivale al sometimiento del mundo a los rigores del análisis y el cálculo. Equivale, pues, a concebir el entorno natural igual a un ‘stock’ de ‘materias primas’ listas para ser explotadas, para ser transformadas en otros tantos ‘bienes’ a ser ‘consumidos’ por un ‘mercado’ ávido de ‘novedades’. A ello unámosle la pérdida de cualquier orden jerárquico ajeno a la pretendida ‘elección de las mayorías’, la muerte de cualquier idea de trascendencia, de cualquier atisbo de ‘ir’ (no otra es la raíz de ‘iniciático’ e ‘iniciación’) más allá de la materia visible y palpable, la atrofia de cualquier clase de intuición intelectual que sobrepase los estándares de lo ‘estadísticamente previsible y clasificable’, y tendremos una figuración lo bastante aproximada de a dónde ha desembocado la modernidad occidental con su culto desmedido al ‘humanismo’ liso y llano.

Según el Linga Purana, también las alteraciones sociales propias del fin de los tiempos tendrán su origen en la ruptura del orden de las castas. En efecto, la tendencia a la equiparación de todos los miembros del cuerpo social nacida de las nocivas consecuencias del ya citado ‘igualitarismo’ propio del ‘prejuicio democrático’, hace que “el número de príncipes [kshatriyas] y agricultores [shudras] disminuya gradualmente”, y ello porque la totalidad de los hombre tenderán a ‘nivelarse’ aunque ‘por lo bajo’ y no ‘por lo alto’, como fue en la primera edad. Por ello, “la estabilidad y el equilibrio de las cuatro castas de la sociedad y de las cuatro edades de la vida desaparecerán de todas partes”, y “el número de hombres disminuirá, el de mujeres aumentará”, es decir, el principio sustancial, que es el de la cantidad, de común simbolizado por ‘lo femenino’, prevalecerá.

Estos desórdenes afectan y se manifiestan en los diferentes ámbitos de la cultura concebida en tanto resultado de la acción del hombre en sociedad. Pensemos en la ‘inestabilidad’ nacida de la falta de ‘principios’, la perturbación reinante por doquier, la promiscuidad y la anarquía como señas constantes y reiteradas en todo el quehacer del hombre actual y nos haremos una idea acabada de esa falta de dirección, simbolizada en “muchas personas desplazadas, errando de un país a otro”, que se ramifica en búsquedas sin sentido, sin orientación precisa, sea en el ámbito del arte, la religión, el entretenimiento o cada uno de los aspectos que hacen a la vida cotidiana.

Arribamos acá a un punto central y cuya exposición palpable puede ser negada sólo por aquellos que se rehúsan a contemplar lo evidente. Aclaramos, no obstante, que al consignar esto no nos mueve ningún ‘afán moralizante’, algo que jamás hemos profesado y que, en verdad, pertenece a un ámbito puramente ‘sentimental’ del todo ajeno al punto de vista exclusivamente doctrinal que aquí desarrollamos. Pues bien, ello no impide concluir que el desorden social implica necesariamente un desorden en las conductas de cada uno de los que integran esa sociedad. Es así que toda vez que se refieran a un final de ciclo, los mensajes proféticos carguen las tintas en torno a una sostenida perversión de las costumbres. Remarcamos: ello no debiera ser jamás interpretado a la manera de una intención moralizadora por parte de dichos mensajes proféticos. En todo caso, esa es una lectura muy ‘exterior’ y como ‘inocente’ del asunto. Las profecías no pretenden de ninguna manera enseñar moral, como no pretenden de ningún modo lograr el arrepentimiento de quienes sean a fin de cambiar el curso de unos acontecimientos prefijados según leyes cíclicas que, más allá de eventuales postergaciones de ninguna manera imposibles, son al final inamovibles.

Por todo ello, en el Linga Purana se especifica que


“Son los más bajos instintos los que estimulan a los hombres del Kali Yuga. Ellos eligen preferentemente ideas falsas. No dudan en perseguir a los sabios. El deseo les atormenta. La negligencia, la enfermedad, el hambre y el miedo se extienden.
Se matará a los fetos en el vientre de su madre y se asesinará a los héroes.
Los Shudras
(obreros) pretenderán comportarse como Brahmanes (sabios sacerdotes) y los sacerdotes como obreros.
Muchas serán las mujeres que tendrán relaciones con varios hombres.
Comida ya cocinada será puesta en venta.
Los libros sagrados se venderán en las esquinas de las calles.
Las chicas jóvenes comerciarán con su virginidad.
Todo el mundo empleará palabras duras y groseras.
No se podrá confiar en nadie.
Las personas serán envidiosas.
Nadie querrá ser recíproco con un servicio recibido.
La degradación de las virtudes y la censura de los puritanos hipócritas y moralizantes caracterizarán el periodo del fin de Kali.”



Parejamente, en la ya citada carta de San Nilo se anuncia que:


“las personas de ese tiempo se volverán irreconocibles. Cuando el tiempo del advenimiento del Anticristo se acerca, las mentes de las personas crecerán en confusión por las pasiones carnales, y el deshonor y la injusticia se volverán más fuertes. Entonces el mundo será irreconocible. La apariencia de las personas cambiará, y será imposible distinguir a los hombres de las mujeres debido a su inmodestia en el vestido y estilo de pelo. Estas personas serán crueles y serán como los animales salvajes debido a las tentaciones del Anticristo. No habrá respeto por padres ni superiores, el amor desaparecerá, y los pastores cristianos, obispos y sacerdotes se volverán hombres vanos, fallando completamente en distinguir el camino recto del errado. En ese momento, las morales y tradiciones de los Cristianos y de la Iglesia cambiarán. Las personas abandonarán la modestia, y la dispersión reinará. La falsedad y la codicia alcanzarán grandes proporciones, y desgracias vendrán a aquéllos que amontonen tesoros. Lujuria, adulterio, homosexualidad, hechos secretos y asesinatos gobernarán en la sociedad.”



4. Corrupción de la familia

Siendo como es la familia una imagen de la sociedad en pequeña escala donde, merced a un procedimiento de analogía perfectamente aplicable entre sí a cada uno de los órdenes de la existencia, se recrean las características y funciones propias de los distintos grupos humanos que conforman aquélla, no será de extrañar que desde el momento en que la primera se halla convulsionada, las secuelas de esa convulsión no habrán de tardar en hacerse sentir en la segunda.

En efecto, la alteración y aún el borramiento efectuados sobre el orden tradicional de las castas por obra de los factores propios de la época moderna arriba analizados y que tantos estragos ha causado y causa, encuentra su correlato indisimulable en el interior del ámbito familiar, donde, asimismo, cualquier principio de autoridad pareciera haberse perdido de manera completa en concordancia necesaria con lo que ocurre a todo nivel durante las etapas en las que el ciclo toca a su fin.

Ello se percibe, sobre todo, en el debilitamiento de la significación de la figura paterna y, por ende, en la desvirtuación de la ‘acción’ materna. No dejemos de notar a este respecto que bajo cierto punto de vista a la figura del padre, una vez equiparada analógicamente con lo que acontece en el entorno social de las castas, le correspondería la del brahman, mientras que su par femenino encarnaría al kshatriya. No es este el lugar para dar ahora las razones profundas de estas correspondencias, por lo demás transparentes para todos aquellos versados en simbolismo tradicional, de todos modos, repárese que dentro del ámbito familiar, pues, al padre le corresponderían las funciones ‘sacerdotales’ y, por ello, ‘educativas’, mientras que a la madre le competerían las ‘administrativas’. Se adivinará entonces por qué desde el momento en que estos desempeños se falsearon a nivel social, mucho se habrán hecho sentir sus derivaciones dentro de la familia.

Lejos de toda guía genuinamente doctrinal, los vaishyas hicieron de ella, también, una especie de esquema contaminado por las concepciones mercantilistas donde la función paterna se redujo a su costado ‘laboral’ y ‘productivo’, consistente tan sólo en velar por el bienestar material del núcleo familiar. La función educativa, pues, debió ser relegada a instituciones formadoras ideadas, también ellas, a imagen y semejanza de los establecimientos fabriles, en las cuales, es sabido, jamás se ha llegado a comprender la abismal diferencia existente entre el hecho de ‘educar’ y el de ‘alfabetizar’.

En efecto, esa preocupación francamente rayana en la obsesión que los modernos muestran en lo referido a que todos sepan ‘leer’ y ‘escribir’, ciertamente poco y nada tiene que ver con la verdadera educación tradicional, volcada, por el contrario, a la comprensión honda de los principios metafísicos que rigen la totalidad de la existencia y restringida, por ello mismo, a núcleos reducidos de seres para ello específicamente cualificados.

La obcecación alfabetizadora sólo puede hallar su explicación en ciertas tendencias que la vinculen a los prejuicios propios de una casta. Y positivamente resulta así como, siendo los vaishyas eminentemente comerciantes, gustan de rodear sus existencias de multitud de normas, ordenanzas, edictos y leyes a los que confieren toda la importancia que es dable pensar; reglamentaciones estas nacidas de su inclinación innata por las medidas, las estadísticas, los inventarios y demás formas ligadas, en fin, al costado puramente cuantitativo del número.

Dijimos que el vaishya concibe el mundo igual a un establecimiento fabril, no será extraño, entonces, que por todos sus medios persiga tasarlo de manera semejante a como lo haría con un stock de mercancías. Para ello, es evidentemente necesario un desarrollo sostenido de la escritura y las operaciones aritméticas. Cabe acotar aquí que, de hecho, en las culturas tradicionales la escritura supo revestir, en numerosas oportunidades, una función netamente inferior, esto es, volcada al mero cómputo y registro. Sólo después sirvió de asiento de unas leyes que, por lo demás, fueron en un primer momento exiguas, precisas y eficaces. Luego, cuando los códigos, padrones y matrículas de toda laya imperaron por doquier, se hizo necesario que la mayor cantidad posible de individuos supieran ‘decodificarlos’ para, así, poder respetarlos y hacerlos respetar. De ahí la importancia capital que en una civilización materialista han llegado a tener los ‘planes alfabetizadores’ de todo tipo. Por lo demás, no deja de ser la escritura como una ‘materialización’ del pensamiento, por lo que su aparición, relativamente reciente si la consideramos en relación a la duración total del Manvantara, no deja de ser, también, un preclaro signo intrínseco al inicio del Kali Yuga.

Regresando ahora a la cuestión de las instituciones alfabetizadoras, y a causa de ser esas instituciones como el reflejo inmediato y uno de los principales soportes ideológicos del moderno prejuicio democratizador, nunca como en ellas se ha tendido más a la ‘igualación por lo bajo’, lo cual hace de las escuelas uno de los ámbitos donde lo eminentemente cuantitativo se antepone por su propio peso a cualquier atisbo cualitativo. De ahí que sea risa lo menos que provoquen todas aquellas intenciones de los actuales ‘teóricos de la enseñanza’ orientadas a lograr una ‘calidad educativa’ en sí misma imposible. Si a esto le sumamos el laicismo inherente a la mayoría de los mencionados planes alfabetizadores, concluiremos que la muerte de cualquier tipo de enseñanza tradicional basada en datos de la verdadera doctrina deviene a partir de ellos inevitable.

Por el contrario, aberraciones propiamente modernas como son aquellas ideas sustentadas en las nociones de ‘progreso’ y ‘evolución’, o bien esas simplificaciones e incomprensiones de todo cuño en el tratamiento de las culturas pasadas (la totalidad de ellas, obviamente, de carácter tradicional), o la glorificación de la razón y del pensamiento científico surgido exclusivamente de ella y la relegación de los mitos y ‘leyendas’ de las civilizaciones del pasado al ámbito de la simple poesía cuando no del ‘pensamiento mágico’ o, peor aún, ‘salvaje’ (como si algo de magia o salvajismo hubiera en los pocos y preciosos resabios que le restan a este mundo de la pura intuición intelectual), encuentran en las escuelas un terreno fertilísimo donde ramificarse indefinidamente en forma de ‘ideas pre-concebidas’ prácticamente imposibles de erradicar luego de las mentes (mal) formadas de quienes pueblan sus aulas.

Ni que hablar de la resultante final de esa enormidad del prejuicio democratizador que es la pretensión de una educación ‘universal’, ‘obligatoria’ y ‘masiva’. Efectivamente, ligar la transmisión de unos conocimientos -por más profanos que ellos sean- a receptores que en modo alguno estén cualificados para recibirlos, es algo que a todas luces demuestra una insensatez lisa y llana. Adquiere aquí, aún en este orden tan incuestionablemente ‘exterior’, toda su significación el adagio evangélico, de segura intención iniciática, que hablaba de ‘echar perlas a los puercos’. Y ocurre que si la mente de los vaishyas se encontraba naturalmente apta, al menos, para recibir un conocimiento de tipo ‘dialéctico’, esto es, acentuadamente racional, ello no ocurre de ninguna manera con la de los shudras, básicamente ‘cerrados’ y como ajenos, puede decirse, a cualquier forma de comprensión metódica y/o lógica.

Somos concientes de que estas no son de aquellas cosas compatibles con la opinión de ‘las mayorías’, signadas siempre por el prurito de lo ‘políticamente correcto’. Pero, más allá del agrado o desagrado que ellas puedan concitar, son así y ni esas pretendidas mayorías ni nosotros mismos podemos hacer nada al respecto para cambiarlas. De tal suerte, la tan aclamada instrucción pública de los modernos no se disimula como otra cosa de lo que es: un cúmulo de maneras burdas de ubicar en un primer lugar de importancia aquellas materias que la poseen en un grado muy relativo, como es el conocimiento meramente discursivo o bien aquellos absurdos intelectuales de cuño moderno (cuando no tardomoderno) tales como el ‘evolucionismo’ y el ‘cientificismo’, todo ello, además, ‘simplificado’ al máximo a través de un conjunto de formulismos vacíos presentados a manera de ‘verdades’ supuestamente indiscutibles y falsamente universales. Además de una dilatada pérdida de tiempo, la noción moderna de educación constituye un formidable instrumento del materialismo reinante y, acaso, el arma más poderosa con que cuenta la corriente antitradicional desde, por lo menos, los primeros tramos del siglo XIX.

Volviendo al punto central de este apartado, puede comprobarse sin demasiado esfuerzo que los trastornos dentro de la esfera familiar no son sólo debidos al estrechamiento de las funciones paternas. También en la equiparación e, incluso, en el intercambio de roles del hombre con la mujer, o bien en la creciente ‘rebelión’ de los hijos hacia sus ascendientes, las más de las veces justificada por psicólogos, pedagogos y médicos de toda ralea, se traslucen signos preocupantes. Para no hablar de esos nuevos ‘modelos’, verdaderas parodias grotescas de lo que debe ser una familia, donde dos personas del mismo sexo pergeñan verdaderas caricaturas del orden natural de las cosas y sobre cuya inspiración preferiríamos no profundizar demasiado.

En pocas palabras, la importancia de este dominio debe ser medular a tal grado que numerosas profecías han optado por centrarse precisamente en estos aspectos cuando de caracterizar el desorden reinante en las postrimerías se trata. Así el Linga Purana estipula que


“Ya no se respetará más el linaje de los ancestros. El joven esposo irá a vivir a casa de sus suegros. El dirá: ‘¿qué significan un padre o una madre? Todos según sus actos, su Karma, nacen y mueren (por lo tanto la familia, el clan, la raza, no tiene ningún sentido)’”.


El olvido y negación de los propios padres, en el que límpidamente está simbolizado el olvido y negación de todo principio metafísico, también se halla expresado en términos muy parecidos en el “Mito de las Edades” hesiódico:


“El padre no se parecerá a los hijos ni los hijos al padre; el anfitrión no apreciará a su huésped ni el amigo a su amigo y no se querrá al hermano como antes. Despreciarán a sus padres apenas se hagan viejos y les insultarán con duras palabras, cruelmente, sin advertir la vigilancia de los dioses -no podrían dar el sustento debido a sus padres ancianos aquellos [cuya justicia es la violencia-, (...)].” (Trabajos y días, 180, 185).


Al igual que en el Evangelio: “El hermano entregará a muerte al hermano y el padre al hijo; los hijos se rebelarán contra sus padres y les darán muerte” (Marcos, 13, 12) y en la Edda Menor islandesa: “En aquel tiempo el hermano, movido por la codicia, dará muerte al hermano y los nombres de padre y de hijo se olvidarán en la matanza y en el incesto” (La alucinación de Gylfi, 51). También algunos tramos de la profecía del Rey del Mundo emitida hacia 1890 y consignada unos treinta años después por Ferdinand Ossendowski en el ya citado capítulo XLI del libro Bestias, hombres y dioses:


“El padre luchará con el hijo, el hermano con el hermano, la madre con la hija. El vicio, el crimen, la destrucción de los cuerpos y de las almas imperarán sin frenos... Se dispersarán las familias... Desaparecerán la fidelidad y el amor...”


Asimismo, la perversión de las costumbres nacida de la ausencia de principios y de la acentuación del relativismo, parejamente a la violencia debe fomentar por fuerza todo tipo de aberraciones. Así lo expone Juan de Jerusalem (c. 1040-1120), profeta cristiano y uno de los caballeros fundadores de la Orden del Temple:


“Cuando empiece el año mil que sigue al año mil...El padre buscará el placer en su hija; el hombre en el hombre; el viejo en el niño impúber, y eso será a los ojos de todos... Pero la sangre se hará impura; el mal se extenderá de lecho en lecho, el cuerpo acogerá todas las podredumbres de la Tierra, los rostros serán consumidos, los miembros descarnados... el amor será una peligrosa amenaza para aquellos que se conozcan sólo por la carne”.


5. La naturaleza perturbada

Este ítem, que nosotros ubicamos en último lugar, resulta para muchos el más ‘visible’ e inmediato de todos los aquí tratados, quizá porque, desde un punto de vista exterior, las manifestaciones ‘físicas’ de una ‘caída’ deban ser mayormente comprobables de manera empírica. Hay aquí un prejuicio -netamente moderno- que antepone a todo punto de vista nacido de los principios, que es el único verdadero, aquellos ‘fenómenos’ que de modo más directo tocan a los sentidos. Sin embargo, las ‘caídas’ del orden natural (otro no es el significado del vocablo ‘cataclismo’) no tienen por qué ser más importantes que aquellas operadas en los órdenes doctrinal, temporal, social y familiar, tal como arriba hemos tenido ocasión de juzgar.

De todos modos, hay algunas consideraciones que hacer acerca de los vínculos entre el ámbito propiamente humano, que es el que hemos estudiado hasta ahora, y el dominio cósmico manifestado de forma directa a través del medio natural. Es común hoy día perorar pertinazmente acerca del ‘daño’ que el hombre le inflinge a su hábitat circundante a causa del desarrollo incorrecto de la ciencia-técnica, cuya manifestación más palpable es el ‘industrialismo’. Esto es verdad sólo parcialmente y desde un ángulo muy extrínseco desde el cual se considere el asunto. En efecto, ya vimos que la mentalidad vaishya, eminentemente ‘racional’ y, por eso mismo, ‘científica’, tendía a considerar el mundo circundante igual a un ‘stock’ de ‘materia prima’ lista a ser despojada, transformada y convertida en mercancía en vistas a su propio beneficio. Esto es así, indudablemente, pero sería concederle demasiada trascendencia a la acción propia de esta casta el pensar que las temibles alteraciones naturales de las que día a día somos testigos se deban pura y exclusivamente a ese ejercicio directo de devastación. Si bien el desarrollo de la ciencia-técnica, por lo que tiene de artificial y mecánico, descansa por fuerza en una ‘muerte’ de lo natural, ello no alcanza a explicar que ese mismo orbe natural, cada vez más asiduamente, ‘responda’ de manera unas veces impetuosa, otras imprevista, siempre perentoria. Evidentemente, lo lógico sería pensar que a un triunfo de la ciencia-técnica le siguiera un cese definitivo de lo natural equivalente a una ‘solidificación’ total del mundo y, en este caso sí, podría pensarse en una directa responsabilidad del hombre y su acción sobre el medio.

Esta, no obstante su irrealidad, pareciera ser todavía la creencia de la mayoría, para quien la visión materialista y, sobre todo, utilitaria y causalista, es la única que prevalece. De ahí que las comunidades científicas se afanen en inventar rebuscadas teorías (las que, las más de las veces, fallan vergonzosamente), para explicar, valiéndose de argumentos puramente materiales, esas ‘reacciones’ naturales progresivamente más violentas. Es que esos ‘especialistas’, cegados como están por sus propios prejuicios, no pueden concebir lo natural más que como reducido a mero naturalismo. Así, ni sospechan siquiera que el dominio material de la existencia posee su principio en el dominio sutil o, dicho en otros términos, que cada elemento de la naturaleza, y todos ellos en conjunto en tanto partes integrantes del medio cósmico, asienta su contraparte en el ‘mundo intermedio’, del que dependen directamente y sin relación con el cual no serían nada. De ahí que cualquier clase de alteración sobre el aspecto material de nuestro entorno equivalga a desencadenar una serie de reacciones de magnitud variable y sin duda insospechable en los dominios del mundo sutil. Reacciones que, más tarde o más temprano, han de revertir su efecto y repercutir, con un ímpetu siempre creciente, en nuestro propio mundo material recíprocamente.
Prueba de todo ello la hallamos en las múltiples precauciones que las sociedades tradicionales tomaban, por ejemplo, en relación a las prácticas metalúrgicas en general y, específicamente, en cuanto a la extracción de los metales del seno de la tierra en particular. Esto es algo suficientemente conocido no sólo por todos aquellos versados en el simbolismo de los metales, sino también por quienes hayan frecuentado alguna vez aquellos mitos devenidos en ‘leyendas folklóricas’ y, aún, en simples cuentos infantiles, relativos a esos temibles seres del ‘inframundo’, en unas oportunidades representados como enanos, en otras como gigantes, a veces como serpientes, pero siempre relacionados a las minas, sus misteriosos pasajes y desempeñando de común la función de ‘guardianes de tesoros’.

Pero vale volver a preguntarse: ¿Quién puede comprender hoy en día lo que se esconde detrás de estas advertencias? ¿Existe en el mundo moderno alguien que, despojándose del racionalismo materialista imperante, pueda llegar a tomarlas en serio y no como ‘fábulas’ propias de unas culturas tenidas por ‘primitivas’? En consecuencia: ¿Qué desenlace se puede esperar para un mundo basado en la explotación desenfrenada de los metales y, sobre todo, edificado sobre la extracción y consumo del petróleo, ese paradójico ‘elemento vital’ surgido de la ‘corrupción’, esa verdadera ‘sangre’ ineludible para la perpetuación de nuestra civilización y al cual los hombres del medioevo no por nada llamaban ‘aqua infernalis’? Las siguientes consideraciones responden con brillante precisión al anterior interrogante:


“Igualmente al designar con la expresión aqua infernalis al petróleo, los hombres de la Edad Media conocían muy bien las ‘influencias’ nefastas que podrían desprenderse de su manipulación y uso desmesurado. Esta advertencia al parecer no la tuvieron en cuenta los que diseñaron el modelo de civilización que estamos padeciendo, civilización que como todos sabemos encuentra su principal sustento en el petróleo y sus múltiples derivados. Como ya se ha dicho, el lugar de donde éste se extrae, el mundo subterráneo, lo convierte, efectivamente, en sinónimo de infernal, de tenebroso, de oscuro, en definitiva de todo aquello que es capaz de provocar unos efectos verdaderamente destructivos y caóticos ¿Acaso no estamos viviendo junto con toda la naturaleza en su conjunto esos efectos? Los ‘símbolos’ del petróleo no expresan evidentemente nada que se refiera a un orden superior, sino netamente inferior, es decir infernal (inferior = infernus). Es, pues, un simbolismo claramente ‘invertido’”. (P. A.: “El simbolismo del petróleo”, en Revista Symbolos telemática: http://www.geocities.com/symbolos/petroleo.htm).

Ciertamente, cabe pensar que las potencias sutiles ligadas a las profundidades terrestres sean de las más temibles por poseer un marcado sesgo ‘infernal’, esto es, propio de su situación ‘inferior’. Asimismo, las alteraciones efectuadas sobre los medios acuático, aéreo y, sobre todo, ‘vegetativo’, también podrán llegar a ejercer una suerte de réplica por obra de sus respectivas contrapartes sutiles sobre el ámbito estrictamente humano. Cómo comprender, de otra manera, los anuncios previos a la llegada del Anticristo así expresados por el simbolismo apocalíptico:


“Y la tercera parte de la tierra se quemó con la tercera parte de los árboles y toda hierba verde. (…) y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. De este modo perecieron la tercera parte de los seres que viven en el mar y el tercio de los navíos. (…) Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo y mucha gente murió a causa de las aguas, que se habían vuelto amargas.” (Apocalipsis 8, 7-11).


De manera análoga, aunque mucho más detallada, el citado Juan de Jerusalem consigna:


“Cuando empiece el año mil que sigue al año mil...La Tierra temblará en muchos lugares y las ciudades se hundirán; todo lo que se haya construido sin escuchar a los sabios será amenazado y destruido; el lodo inundará los pueblos y el suelo se abrirá bajo los palacios.
El hombre se obstinará porque el orgullo es su locura; no escuchará las advertencias repetidas de la Tierra, pero el incendio destruirá las nuevas Romas y, entre los escombros acumulados, los pobres y los bárbaros, a pesar de las legiones, saquearán las riquezas abandonadas.(…)El sol quemará la Tierra; el aire ya no será el velo que protege del fuego, no será más que una cortina agujereada, y la luz ardiente consumirá las pieles y los ojos.El mar se alzará como agua enfurecida; las ciudades y las riberas quedarán inundadas y continentes enteros desaparecerán; los hombres se refugiarán en las alturas y, olvidando lo ocurrido, iniciarán la reconstrucción.”



Ello coincide con las señales del inicio del fin de los tiempos enunciadas en Mateo 24, 7: “Habrá hambres y terremotos en diversos lugares”. También en Marcos 13, 8 y en Lucas 21, 11: “Habrá grandes terremotos, pestes y hambre en una y otra parte. Se verán también cosas espantosas, y señales terribles en el cielo”. Y en la citada profecía del Rey del Mundo: “Habrá nieblas y tempestades. Las montañas peladas se cubrirán de bosques. Temblará la tierra...”. Incluso mucho antes, en el Linga Purana:


“Habrá graves sequías. Los animales de presa serán más violentos. El número de vacas disminuirá. El dios de las nubes será incoherente con la distribución de lluvias. El agua escaseará y los frutos serán poco abundantes. La tierra producirá mucho en algunos lugares y demasiado poco en otros.”


Y después, en la Edad Media occidental:


“Luego miré y he aquí que todos los elementos y todas las criaturas se vieron sacudidos por un terrible cataclismo: irrumpieron el fuego, el viento y las aguas, haciendo temblar la tierra, estallaron los rayos y los truenos, se desmoronaron los montes y fueron arrancados los bosques, y todo lo mortal exhaló la vida. Todos los elementos fueron purificados y cuanto hubiera de sórdido en ellos se desvaneció para siempre.” (Hildegarda De Bingen [1098 – 1179]. Scivias. Duodécima visión: Siega y vendimia de las naciones).


Además:


“Estos misterios revelan la plenitud del mundo: cuando el tiempo caduco sea transformado en la eternidad de un fulgor sin fin. Sí, días de tribulación serán los últimos días: muchos cataclismos sobrevendrán y grandes señales anunciarán el ocaso del mundo. Pues, como has visto, ese postrer día el terror sacudirá toda la haz de la tierra, las tempestades la agitarán violentamente, las hecatombes borrarán cuanto en ella sea transitorio y mortal: porque, cumplido el curso del mundo, no podrá ya durar más, sino que, según designio divino, se extinguirá. Y así como un hombre, cuando se aproxima su final, se ve postrado por muchas enfermedades premonitorias y, llegada la hora de su muerte, se desvanece entre dolorosos quebrantos, así también los más terribles cataclismos precederán al fin del mundo y lo disolverán en su eclipse, entre inmensos terrores: pues entonces los elementos desencadenarán todo el horror de que son capaces, porque será la última vez que puedan hacerlo.” (Id.).


No obstante, el final propiamente dicho ha de ser fulminante:


“En verdad que, llegado el fin, un movimiento inesperado y repentino desatará los elementos: todas las criaturas se estremecerán, irrumpirá el fuego, rebullirán los aires, se desbordarán las aguas, temblará la tierra, estallarán los rayos, retumbará el fragor de los truenos, los montes se hendirán, se desmoronarán los bosques y todo lo mortal que haya en el aire, en el agua, en la tierra, rendirá la vida. El fuego moverá todo el aire y el agua llenará la tierra entera: y así todo será purificado para que cuanto sea impuro en el mundo se desvanezca como si nunca hubiera existido, como se diluye la sal cuando se echa en el agua.” (Id.).


Apreciaciones estas últimas, por fin, que coinciden puntualmente con las vertidas en Apocalipsis 16, 17 y ss.

Sólo nos resta consignar, aunque sin profundizar en ello por ahora, que la catastrófica liberación de las potencias sutiles inferiores en el final de los tiempos corre pareja con el eclipse de la verdadera espiritualidad -la única, por lo demás, que podría hacerles frente- y, por ende, con el temporal dominio de la contrainiciación en el orbe terrestre (de la cual, además, el Anticristo será su más inmediata manifestación). El simbolismo relativo a esta inminente ‘liberación’ de las potencias correspondientes a los planos sutiles más bajos, se vincula con la invasión de las misteriosas huestes de Gog y Magog, de las cuales se dice que serán aliadas, precisamente, del ‘Hombre de Iniquidad’ en los días postreros de la humanidad.


A modo de cierre

Nos hemos extendido, creemos, de manera quizá demasiado amplia sobre unas cuestiones que no son, precisamente, de aquellas que las mentalidades modernas acepten así como así de buenas a primeras. No obstante, quisiéramos retomar al menos dos o tres ideas a manera de conclusión.

En primer lugar, debemos hacer notar que la ‘gracia profética’ constituye algo que más tiene que ver con el conocimiento efectivo y el certero manejo de ciertos datos tradicionales, ello es, sobre todo, con el ‘don de lenguas’, que con una ‘capacidad’ más o menos sobrenatural cualquiera sea ella. En efecto, los verdaderos profetas nada pueden tener de ‘psíquicos’, ya que el psiquismo, sea del nivel que fuere, no puede (ni debe) intervenir en estas cuestiones. De allí, además, que nos hayamos abstenido de transcribir los testimonios de videntes diversos y sumamente ‘publicitados’ en los tiempos que corren. Con no ser todos recusables de plano, pues existen ciertamente aquellos casos, en efecto, donde las visiones son de genuina procedencia espiritual -el caso de la monja alemana Ana Catalina Emmerich pareciera ser uno de estos-, no obstante, en ellos intervienen muchas veces componentes anímicos que, de alguna manera, desvirtúan o ‘deforman’ las visiones transformándolas, así, en vehículo de la acción contrainiciática al acrecentar su propagación la confusión reinante propia de estos tiempos. En pocas palabras: conviene desconfiar de todo aquel cúmulo de ‘visiones’ o ‘visionarios’ más ampliamente divulgados.

En segundo lugar, hay que destacar, tanto como sea posible, que las profecías no pueden jamás ser cuestión de fechas. Efectivamente, los datos arriba registrados logran prescindir perfectamente de cualquier tipo de ‘datación’ temporal más o menos precisa. Y esto, porque ellos buscan ‘anunciar’, aunque evitando por todos los medios ‘sugestionar’ a aquellos no suficientemente cualificados para enfrentar lo que transmiten, hecho que de ocurrir, por el contrario, sólo contribuiría a aumentar el ya de por sí elevado nivel de inquietud y zozobra predominante en los tiempos de los que tratan. Además, no vemos cómo una genuina profecía, inspirada por el espíritu, pudiera atarse al cómputo del tiempo particular de tales o cuales ‘calendarios’, los que no son otra cosa que especificaciones y, por eso, limitaciones bastante estrictas operadas sobre el devenir temporal. No, las genuinas profecías se hallan muy por encima de esas contingencias y, como hemos tenido ocasión de comprobar, apelan a otro tipo de ‘señales’ para especificar, con total exactitud, el momento del ciclo al cual se refieren. Esto nos enseña bien, además, qué actitud tomar frente a esos pretendidos ‘mensajes’ volcados a ‘fechar’ con rigor variable tales o cuales eventos, los que, la mayoría de las veces, no se cumplen en los tiempos previstos, desacreditando así, por un lado, el valor de las genuinas profecías y, por otro, contribuyendo a la confusión y el desasosiego reinantes. Aprovechemos estas consideraciones para remarcar, si lo anterior todavía no resultara lo suficientemente convincente para algunos, que la obsesión por las fechas (obsesión nacida de esa ‘especialización’ típicamente ‘cientificista’ y de la ‘erudición’ huera e insustancial de ella resultante), no puede ser más que de procedencia moderna. Las culturas genuinamente tradicionales, muy por el contrario, soslayan tales ‘especificaciones’ propias de un enfoque cuantitativo de las cosas.

Por último, es claro que las ‘anticipaciones’ legítimamente proféticas nada pueden tener que ver con cualquier género de ‘pronósticos’ o ‘adivinaciones’ de ningún tipo. Una ciencia sagrada, esto es, de eminente inspiración espiritual, jamás se podrá abocar a bajezas de ese tipo, aledañas, en cambio, a toda clase de operaciones sobre el dominio sutil. Esto, asimismo, nos debe llamar a desconfiar de toda esa variedad de ‘predicciones’, sean del origen que sean, que en nuestros días pululan por doquier. Retengamos que de las ciencias tradicionales, una vez olvidadas, sólo pervive su lado más despreciable y, podríamos decir, maléfico. Y este costado, de común dominado por influencias del bajo psiquismo, puede dar lugar a toda clase de equivocaciones.

Propagar todo tipo de ‘errores’ constituye una de las armas más efectivas y temibles de la contrainiciación, y a este respecto, no debemos olvidar jamás la advertencia contenida en Mateo, 24, 24: “Porque se presentarán falsos cristos y falsos profetas, que harán cosas maravillosas y prodigios, capaces de engañar, si fuera posible, aun a los elegidos de Dios.”


¡En el nombre de Alá, el Compasivo, el Misericordioso!
1. Cuando el cielo se hienda,
2. Cuando las estrellas se dispersen,
3. Cuando los mares sean desbordados,
4. Cuando las sepulturas sean vueltas al revés,
5. Sabrá cada cual lo que hizo y lo que dejó de hacer.
6. ¡Hombre! ¿Qué es lo que te ha engañado acerca de tu noble Señor,
7. Que te ha creado, dado forma y disposición armoniosas,
8. Que te ha formado del modo que ha querido?
9. ¡Pero no! Desmentís el Juicio,
10. Pero hay quienes os guardan:
11. Nobles, escribas,
12. Que saben lo que hacéis.
13. Sí, los justos estarán en delicia,
14. Mientras que los pecadores estarán en fuego de gehena.
15. En él arderán el día del Juicio
16. Y no se ausentarán de él.
17. Y ¿cómo sabrás qué es el día del Juicio?
18. Sí, ¿cómo sabrás qué es el día del Juicio?
19. El día que nadie pueda hacer nada en favor de nadie. Y será Alá Quien, ese día, decida.

[El Corán, Sura N° 82 - La hendidura (Al-Infitár)].